CONTACTO por Leandro Fogliatti
Only you can make me feel the world can disappear.1 Las píldoras azuladas que sostiene en la palma de su mano tienen una textura porosa, apenas perceptible al simple golpe de vista, pero suficientemente sensible para quien debe ingerirlas de por vida. Toda su atención se concentra allí, ahora. Por momentos, piensa que es capaz de penetrar en una píldora, a través de uno de sus poros, y recorrer sus íntimos recovecos hasta llegar al centro mismo. Y una vez allí, ¿qué encontraría? Probablemente se intoxicaría con tanto químico a su alrededor. Tal vez ensoñaría bajo los efectos de la droga. Only you make my heart heal and make it oh so clear2, entona en un susurro. Ojos cansados, mirada triste, tango, angustia placentera. Abandona la píldora y mira el monitor de su computadora y piensa que el viaje y el concierto le harán bien. Cause our words are whispers hidden up in a distant haze, like diamonds next to sand.3 Las melodías de Lisa Ekdahl le recuerdan a Eric. Su sonrisa ingenua, cursi.
El domingo 4 de enero de 2004, Eric Malcolm se encuentra en pleno vuelo hacia Río de Janeiro. Ha partido desde San Francisco, dejando atrás los festejos del año nuevo, junto a su familia y amigos. Falta una hora y media para aterrizar. Falta una hora y media para reencontrarse con Maitê. Los cabellos castaños de Maitê, apasionados por la brisa de la bahía, es la imagen que Eric celebra en su recuerdo más inmediato. Cabellos castaños y piel morena. Piel morena, suave y tibia. Carácter, tan apasionado como sus cabellos castaños, para amar, para discutir, para coger, para bailar.
Tonight I’ll drown in the eye of my lover4, con whiskys y porros; recuerda Leandro Fogliatti, ese mismo domingo 4 de enero de 2004. Desnudos, borrachos y fumados, entre sábanas revueltas y olores a encierro y a sexo. Yanqui cursi. Sonrisa de leche. ¿Por qué te fuiste, aquella noche de mierda y dignidad? ¿Te cansó Buenos Aires?, ¿te cansó el casino?, ¿te cansó mi cuerpo...? Diferentes culturas, Leandro; me decías. Somos diferentes. Pero no me escuchaste, no pudiste. Ventanas abiertas y mucho quilombo desde la calle, aquella noche calurosa y caliente. No me oíste, yanqui cursi. ¡Qué se vayan todos! Y te fuiste. Y te seguí. Y te perdí entre tanta gente. Al final, solo recuerdo mis pies desnudos sobre la tibieza de un asfalto sucio de protesta y manifestación porteñas.
Los apasionados cabellos de Maitê, a través del visor de su cámara digital. Por un instante intensificado, se detuvo aquel caos de manifestación antiglobalización, en Porto Alegre, un año atrás. Eric se encontraba en Brasil, como turista. Le atraían los actos de protesta y reclamos latinoamericanos. Ya los había experimentado en Buenos Aires, con la dimisión de De La Rúa y las asambleas barriales. Desde entonces, filmaba los sucesos e incluía los videos en su web personal. Estaba empecinado en transmitir al mundo su versión, que generalmente contrastaba con las que se difundían a través de las grandes cadenas informativas. El Foro Social Mundial, como antítesis al Foro Económico de Davos, era un buen lugar. Sus cabellos castaños, su primer registro digital. Una Lara Croft politizada y tercer mundista. El erotismo fue inmediato. Luego, algunos empujones, a raíz de una nueva columna de manifestantes que se sumaba a la central, y Maitê terminó en sus brazos. La cámara se estrelló contra el asfalto de la Avenida.
La madrugada de aquel martes de septiembre de 2001 fue especialmente difícil. Los argentinos son malos perdedores. Cuando pierden ruleta insultan duro al crupier. Cuánto más apuestan, más pesados sus insultos. No va más. Un jugador de mediana edad, con bastante alcohol encima, hablaba fuerte y arrastrando las palabras. Este señor se hacía llamar doctor. No va más. ¡Pero vos me estás haciendo trampa, yanqui pelotudo! ¿Me viste cara de estúpido? ¿Vos sabés quién soy yo? ¿Cómo que no puedo apostar, pendejo? A ver si me entendés, ¿do you understand me? Nosotros te estamos dando laburo, imbécil. ¡Working! ¿Capise? ¡Y sacame a estos monos de encima, hijo de puta! No va más.
Ansiosa, Maitê Barcellos desea eliminar del tiempo la hora y media que la separa de Eric y espera llegar a disfrutar juntos el atardecer del domingo 4 de enero de 2004. Una vez más, ordena play a su discman y Lisa Ekdahl vuelve a cantar Open door. Recuerdo cuando la escuchamos en la playa, nuestra piel bañada por la luz de la luna y una sonrisa cursi. Algo triste, tal vez. Sí. No era la sonrisa de siempre. Había algo que empañaba ese momento... A través de los cristales del aeropuerto de Río, Maitê observa el maravilloso día de verano con el cual recibirá a Eric. Extrae de su cartera un pequeño espejo y revisa el aspecto de su cara. Brillo en los labios. A ella le agrada resaltar sus labios carnosos y a Eric le gusta el sabor de su lápiz brilloso. Inevitablemente, el espejo descubre esa pequeña pero inoportuna irritación o mancha o salpullido (todavía no logra denominarlo) en su cuello. Maquillaje. ¿Por qué gran parte del stress y la ansiedad se somatizan en las zonas más visibles?, protesta Maitê.
Desde los atentados contra las torres gemelas, en New York, las medidas de seguridad se extremaron en Estados Unidos. Los extranjeros que continuaron ingresando al país han sido minuciosamente revisados, y hay quiénes opinan que excesivamente, en el caso de árabes y latinoamericanos. Tal situación ha generado cierto malestar entre algunos países. Tal vez por eso, Eric no se sorprende demasiado cuando, una hora y media antes de aterrizar, las azafatas informan que los ciudadanos norteamericanos serán chequeados en el aeropuerto de Río. Eric no recuerda este tipo de procedimientos en el pasado. Efectivamente, la medida es reciente y fue ordenada por el juez federal Julier Sebastiâo da Silva, en concepto de reciprocidad ante mecanismos similares adoptados en Estados Unidos contra ciudadanos brasileños.
Una madrugada difícil. Cuando llegué a mi departamento me desmayé de sueño. No va más. Durante la tarde de ese martes de septiembre me despertó el portero eléctrico. Era Leandro. Venía directamente desde su trabajo. Me preguntó eufórico si estaba viendo la CNN. Yo lo miré disgustado. Le recordé que esa semana estaba haciendo el turno nocturno en el Casino y que durante el día prefería descansar. ¡Eric, boludo, tumbaron las Twin Towers! No va más. Leandro se tiró en la cama y encendió el televisor. Esa tarde-noche-madrugada, las torres gemelas se derrumbaron más de cien veces, en reiteradas imágenes. Yo no entendía nada. Leandro continuaba eufórico. ¿Quién carajo es Ben Laden? ¿Es “Bin” o “Ben”? Lo dejé viendo noticieros y me fui al casino. No va más.
Ambos nos abalanzamos para recuperar su cámara, estrellada contra el asfalto de la Avenida. El miedo a que se perdiera entre los pasos desordenados de los manifestantes hizo que los dos la agarráramos a la vez. Aún después, yo no la soltaba. Me quedé como una estúpida, mirando su sonrisa cursi. Perdoname. No es nada. Sus labios eran muy delgados. Casi imperceptibles. Eric dijo que la llevaría a reparar, pero Maitê se sacudió un poco de estupidez y se presentó y parte de su presentación incluyó sus estudios en tecnología digital y entonces se ofreció para examinarla y Eric, claro, aceptó, no menos estúpido, y entonces la militancia universitaria y el turismo de manifestación latinoamericana cedieron a impulsos más básicos, menos intelectuales, menos idealistas, pero mucho más vivos y Maitê invitó a Eric a su departamento.
Hacía un mes que había llegado a Buenos Aires y conocí a Leandro, en una disquería de la Avenida Corrientes. Nos encontrábamos revisando CDs, en bateas cercanas. Aparentemente, los dos teníamos tiempo para perder. Recuerdo que me gustó la forma en que me miraba de reojo, tratando de disimularlo torpemente. Transcurrían los minutos y ninguno se alejaba. El deseo de establecer contacto estaba implícito. Se acercó un vendedor. Casi al mismo tiempo quisimos consultarlo. Preguntale vos primero. No, no, dale vos; me dijo y pude ver, por primera vez, su mirada triste (melancolía, le llaman en Buenos Aires y también en Río, según descubrí tiempo después) que tanto me obsesionó. Busco un CD de Lisa Ekdahl. ¡Yo también! Sólo queda uno. Ambos renunciamos al CD para que el otro lo comprara, cortesía explicable únicamente por la atracción mutua, que a estas alturas demostrábamos descaradamente. Leandro aceptó comprarlo, con la condición de que lo escucháramos juntos. Sonriendo, accedí y fuimos a su departamento.
Cuando entré, supe que volvería allí varias veces. Maitê dejó mi cámara destrozada sobre una mesa, en la que había varios artefactos desarmados y me preguntó si quería beber té helado. Whisky, respondí, mientras Leandro colocaba el CD en su equipo de música. Ella estuvo revisando durante un tiempo mi filmadora y concluyó que era irreparable. No te preocupes, le dije, dejando mi mano sobre su rodilla, apenas descubierta por la falda. Su sonrisa fue la señal de reciprocidad que estaba esperando; yo también me alegro de que sólo quedara un CD, me dijo. El contacto que mi mano había iniciado en su rodilla, lo continuaron mis labios sobre los suyos, brillosos. Leandro se quitó la camisa y su mirada triste se topó con mi sonrisa. Mi sexo empezaba a agolparse. Maitê dejó que le quitara el vestido lentamente. A partir de ese momento, besos y abrazos y caricias y tierno y salvaje y suave y dulce y furioso y sollozos y jadeos y dominante y dominado y recuerdos felices y recuerdos amargos.
Mientras Leandro vierte agua en un vaso, hace clic en el concierto del día 26 de enero, en Río de Janeiro. Mira por última vez las píldoras azules y se las lleva a la boca. Rápido, bebe abundante agua para tragarlas (y olvidarlas). La mirada triste rememora una sonrisa ingenua. Si me hubieras escuchado esa noche, yanqui cursi. Yo quería hablar y vos estabas harto de hablar. Ya está todo dicho, me dijiste, mientras te asomabas por la ventana y aspirabas la brisa húmeda de Buenos Aires. Y de repente, las cacerolas, la gente en la calle pidiendo la renuncia del ministro. Estabas eufórico. Y yo con la angustia atravesada en la garganta. Tengo el virus, te grité entre cacerola y cacerola. Nada. Esa noche era historia de naciones, no de individuos. Agarraste tu mochila, que habías hecho durante la tarde, tu cámara digital. Me miraste un instante, vi tus delgados labios moverse, pero yo tampoco pude oírte. Te fuiste a la calle. Las cacerolas parecían redobles previos a un salto mortal. Tengo el virus. La historia se complotaba para que no me escucharas. Intenté seguirte. Bajé a la calle, descalzo. Me pareció verte entre un grupo de caceroleros - clase media, en la esquina. Para cuando llegué ya no estabas. Nunca más te vi.
Maitê relee los números de sus asientos en las entradas para el concierto de Lisa Ekdahl, el día 26 de enero. A Eric le va a encantar, disfruta íntimamente. ¡Cuándo llegará ese avión!
Lisa y Leandro; Maitê y Lisa. Marica porteño, lastimaste de amargo sus melodías. Las escucho y te recuerdo. Te recuerdo y no puedo escucharlas con Maitê. En este vuelo, que parece suspendido en un instante eterno, me muero por uno de tus porros y por el sabor de tu whisky barato.
Fragmentos de letras de Lisa Ekdahl:
1, 2, 3:
4: Only you
Of my conceit
El domingo 4 de enero de 2004, Eric Malcolm se encuentra en pleno vuelo hacia Río de Janeiro. Ha partido desde San Francisco, dejando atrás los festejos del año nuevo, junto a su familia y amigos. Falta una hora y media para aterrizar. Falta una hora y media para reencontrarse con Maitê. Los cabellos castaños de Maitê, apasionados por la brisa de la bahía, es la imagen que Eric celebra en su recuerdo más inmediato. Cabellos castaños y piel morena. Piel morena, suave y tibia. Carácter, tan apasionado como sus cabellos castaños, para amar, para discutir, para coger, para bailar.
Tonight I’ll drown in the eye of my lover4, con whiskys y porros; recuerda Leandro Fogliatti, ese mismo domingo 4 de enero de 2004. Desnudos, borrachos y fumados, entre sábanas revueltas y olores a encierro y a sexo. Yanqui cursi. Sonrisa de leche. ¿Por qué te fuiste, aquella noche de mierda y dignidad? ¿Te cansó Buenos Aires?, ¿te cansó el casino?, ¿te cansó mi cuerpo...? Diferentes culturas, Leandro; me decías. Somos diferentes. Pero no me escuchaste, no pudiste. Ventanas abiertas y mucho quilombo desde la calle, aquella noche calurosa y caliente. No me oíste, yanqui cursi. ¡Qué se vayan todos! Y te fuiste. Y te seguí. Y te perdí entre tanta gente. Al final, solo recuerdo mis pies desnudos sobre la tibieza de un asfalto sucio de protesta y manifestación porteñas.
Los apasionados cabellos de Maitê, a través del visor de su cámara digital. Por un instante intensificado, se detuvo aquel caos de manifestación antiglobalización, en Porto Alegre, un año atrás. Eric se encontraba en Brasil, como turista. Le atraían los actos de protesta y reclamos latinoamericanos. Ya los había experimentado en Buenos Aires, con la dimisión de De La Rúa y las asambleas barriales. Desde entonces, filmaba los sucesos e incluía los videos en su web personal. Estaba empecinado en transmitir al mundo su versión, que generalmente contrastaba con las que se difundían a través de las grandes cadenas informativas. El Foro Social Mundial, como antítesis al Foro Económico de Davos, era un buen lugar. Sus cabellos castaños, su primer registro digital. Una Lara Croft politizada y tercer mundista. El erotismo fue inmediato. Luego, algunos empujones, a raíz de una nueva columna de manifestantes que se sumaba a la central, y Maitê terminó en sus brazos. La cámara se estrelló contra el asfalto de la Avenida.
La madrugada de aquel martes de septiembre de 2001 fue especialmente difícil. Los argentinos son malos perdedores. Cuando pierden ruleta insultan duro al crupier. Cuánto más apuestan, más pesados sus insultos. No va más. Un jugador de mediana edad, con bastante alcohol encima, hablaba fuerte y arrastrando las palabras. Este señor se hacía llamar doctor. No va más. ¡Pero vos me estás haciendo trampa, yanqui pelotudo! ¿Me viste cara de estúpido? ¿Vos sabés quién soy yo? ¿Cómo que no puedo apostar, pendejo? A ver si me entendés, ¿do you understand me? Nosotros te estamos dando laburo, imbécil. ¡Working! ¿Capise? ¡Y sacame a estos monos de encima, hijo de puta! No va más.
Ansiosa, Maitê Barcellos desea eliminar del tiempo la hora y media que la separa de Eric y espera llegar a disfrutar juntos el atardecer del domingo 4 de enero de 2004. Una vez más, ordena play a su discman y Lisa Ekdahl vuelve a cantar Open door. Recuerdo cuando la escuchamos en la playa, nuestra piel bañada por la luz de la luna y una sonrisa cursi. Algo triste, tal vez. Sí. No era la sonrisa de siempre. Había algo que empañaba ese momento... A través de los cristales del aeropuerto de Río, Maitê observa el maravilloso día de verano con el cual recibirá a Eric. Extrae de su cartera un pequeño espejo y revisa el aspecto de su cara. Brillo en los labios. A ella le agrada resaltar sus labios carnosos y a Eric le gusta el sabor de su lápiz brilloso. Inevitablemente, el espejo descubre esa pequeña pero inoportuna irritación o mancha o salpullido (todavía no logra denominarlo) en su cuello. Maquillaje. ¿Por qué gran parte del stress y la ansiedad se somatizan en las zonas más visibles?, protesta Maitê.
Desde los atentados contra las torres gemelas, en New York, las medidas de seguridad se extremaron en Estados Unidos. Los extranjeros que continuaron ingresando al país han sido minuciosamente revisados, y hay quiénes opinan que excesivamente, en el caso de árabes y latinoamericanos. Tal situación ha generado cierto malestar entre algunos países. Tal vez por eso, Eric no se sorprende demasiado cuando, una hora y media antes de aterrizar, las azafatas informan que los ciudadanos norteamericanos serán chequeados en el aeropuerto de Río. Eric no recuerda este tipo de procedimientos en el pasado. Efectivamente, la medida es reciente y fue ordenada por el juez federal Julier Sebastiâo da Silva, en concepto de reciprocidad ante mecanismos similares adoptados en Estados Unidos contra ciudadanos brasileños.
Una madrugada difícil. Cuando llegué a mi departamento me desmayé de sueño. No va más. Durante la tarde de ese martes de septiembre me despertó el portero eléctrico. Era Leandro. Venía directamente desde su trabajo. Me preguntó eufórico si estaba viendo la CNN. Yo lo miré disgustado. Le recordé que esa semana estaba haciendo el turno nocturno en el Casino y que durante el día prefería descansar. ¡Eric, boludo, tumbaron las Twin Towers! No va más. Leandro se tiró en la cama y encendió el televisor. Esa tarde-noche-madrugada, las torres gemelas se derrumbaron más de cien veces, en reiteradas imágenes. Yo no entendía nada. Leandro continuaba eufórico. ¿Quién carajo es Ben Laden? ¿Es “Bin” o “Ben”? Lo dejé viendo noticieros y me fui al casino. No va más.
Ambos nos abalanzamos para recuperar su cámara, estrellada contra el asfalto de la Avenida. El miedo a que se perdiera entre los pasos desordenados de los manifestantes hizo que los dos la agarráramos a la vez. Aún después, yo no la soltaba. Me quedé como una estúpida, mirando su sonrisa cursi. Perdoname. No es nada. Sus labios eran muy delgados. Casi imperceptibles. Eric dijo que la llevaría a reparar, pero Maitê se sacudió un poco de estupidez y se presentó y parte de su presentación incluyó sus estudios en tecnología digital y entonces se ofreció para examinarla y Eric, claro, aceptó, no menos estúpido, y entonces la militancia universitaria y el turismo de manifestación latinoamericana cedieron a impulsos más básicos, menos intelectuales, menos idealistas, pero mucho más vivos y Maitê invitó a Eric a su departamento.
Hacía un mes que había llegado a Buenos Aires y conocí a Leandro, en una disquería de la Avenida Corrientes. Nos encontrábamos revisando CDs, en bateas cercanas. Aparentemente, los dos teníamos tiempo para perder. Recuerdo que me gustó la forma en que me miraba de reojo, tratando de disimularlo torpemente. Transcurrían los minutos y ninguno se alejaba. El deseo de establecer contacto estaba implícito. Se acercó un vendedor. Casi al mismo tiempo quisimos consultarlo. Preguntale vos primero. No, no, dale vos; me dijo y pude ver, por primera vez, su mirada triste (melancolía, le llaman en Buenos Aires y también en Río, según descubrí tiempo después) que tanto me obsesionó. Busco un CD de Lisa Ekdahl. ¡Yo también! Sólo queda uno. Ambos renunciamos al CD para que el otro lo comprara, cortesía explicable únicamente por la atracción mutua, que a estas alturas demostrábamos descaradamente. Leandro aceptó comprarlo, con la condición de que lo escucháramos juntos. Sonriendo, accedí y fuimos a su departamento.
Cuando entré, supe que volvería allí varias veces. Maitê dejó mi cámara destrozada sobre una mesa, en la que había varios artefactos desarmados y me preguntó si quería beber té helado. Whisky, respondí, mientras Leandro colocaba el CD en su equipo de música. Ella estuvo revisando durante un tiempo mi filmadora y concluyó que era irreparable. No te preocupes, le dije, dejando mi mano sobre su rodilla, apenas descubierta por la falda. Su sonrisa fue la señal de reciprocidad que estaba esperando; yo también me alegro de que sólo quedara un CD, me dijo. El contacto que mi mano había iniciado en su rodilla, lo continuaron mis labios sobre los suyos, brillosos. Leandro se quitó la camisa y su mirada triste se topó con mi sonrisa. Mi sexo empezaba a agolparse. Maitê dejó que le quitara el vestido lentamente. A partir de ese momento, besos y abrazos y caricias y tierno y salvaje y suave y dulce y furioso y sollozos y jadeos y dominante y dominado y recuerdos felices y recuerdos amargos.
Mientras Leandro vierte agua en un vaso, hace clic en el concierto del día 26 de enero, en Río de Janeiro. Mira por última vez las píldoras azules y se las lleva a la boca. Rápido, bebe abundante agua para tragarlas (y olvidarlas). La mirada triste rememora una sonrisa ingenua. Si me hubieras escuchado esa noche, yanqui cursi. Yo quería hablar y vos estabas harto de hablar. Ya está todo dicho, me dijiste, mientras te asomabas por la ventana y aspirabas la brisa húmeda de Buenos Aires. Y de repente, las cacerolas, la gente en la calle pidiendo la renuncia del ministro. Estabas eufórico. Y yo con la angustia atravesada en la garganta. Tengo el virus, te grité entre cacerola y cacerola. Nada. Esa noche era historia de naciones, no de individuos. Agarraste tu mochila, que habías hecho durante la tarde, tu cámara digital. Me miraste un instante, vi tus delgados labios moverse, pero yo tampoco pude oírte. Te fuiste a la calle. Las cacerolas parecían redobles previos a un salto mortal. Tengo el virus. La historia se complotaba para que no me escucharas. Intenté seguirte. Bajé a la calle, descalzo. Me pareció verte entre un grupo de caceroleros - clase media, en la esquina. Para cuando llegué ya no estabas. Nunca más te vi.
Maitê relee los números de sus asientos en las entradas para el concierto de Lisa Ekdahl, el día 26 de enero. A Eric le va a encantar, disfruta íntimamente. ¡Cuándo llegará ese avión!
Lisa y Leandro; Maitê y Lisa. Marica porteño, lastimaste de amargo sus melodías. Las escucho y te recuerdo. Te recuerdo y no puedo escucharlas con Maitê. En este vuelo, que parece suspendido en un instante eterno, me muero por uno de tus porros y por el sabor de tu whisky barato.
Fragmentos de letras de Lisa Ekdahl:
1, 2, 3:
4: Only you
Of my conceit
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